Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Así comienza Platero y yo, una de las obras más conocidas del poeta andaluz Juan Ramón Jiménez, que no es, como todavía se sigue pensando, una obra dedicada al público infantil. El mismo autor dijo en varias ocasiones que sus destinatarios originales no eran los niños, sino que la obra estaba escrita para: “¡Qué sé yo para quién! ...para quien escribimos los poetas líricos...”; y posteriormente declaraba: “Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren” (Prólogo a la edición de Platero y yo, 1917).
La obra es una narración lírica compuesta de 138 capítulos breves, que cuentan el día a día de un burro (Platero) y su amo, una voz principal, un “yo”, que corresponde a la propia voz del autor. Escrito con una bella, depurada y sugerente prosa poética, el texto está compuesto por algunos capítulos de crítica y denuncia social, otros capítulos que son bellos cuadros impresionistas de la vida en el campo, llenos de descripciones pictóricas, metáforas, etc., y también capítulos llenos de ternura y enseñanzas morales de ciertos valores universales.
Juan Ramón conocía la Institución Libre de Enseñanza y era un convencido de su sistema de enseñanza. Creía firmemente que la educación no se debía hacer “triste y sombría a la infancia, sobrecargándola de tareas, y que se la dejara vivir en la realidad, en la naturaleza, donde aprendería más cosas, y sobre todo, más cosas útiles, que en áridos manuales” (A. Jiménez Landi, La Institución Libre de Enseñanza, Taurus, 1987). Platero y yo no era un libro pedagógico, pero se acercaba muchísimo a lo que la ILE defendía en su ideología: la aproximación a la naturaleza para aprender de ella, el respeto y el amor por los animales y las personas, etc., es decir, era una lección de humanismo. Así, no es de extrañar que se convirtiera rápidamente en lectura obligatoria en los primeros niveles educativos de la época.
El personaje de Platero se aleja de la típica concepción humanizada que se suele tener de los animales en la literatura infantil. El texto no es una fábula, los animales no encarnan los vicios de los hombres, Platero no habla, tampoco es un ser fantástico, ni una bestia a la que un príncipe tiene que derrotar para salvar a su dama. Platero es un burro, un borriquillo ingenuo, infantil y lleno de pureza, que se puede identificar con el alma del poeta, con esa voz en primera persona singular que corresponde a Juan Ramón Jiménez. Platero nunca deja de ser un animal, pero el amor, el respeto, la ternura y la conexión que se establece entre ambos es tan fuerte que el borriquillo más bien parece su hermano pequeño y pasa a ser un niño más que juega con los otros niños del pueblo. Están tan unidos que cuando el poeta reflexiona y habla con Platero, parece que habla consigo mismo, como si fuera una prolongación del “yo” de Juan Ramón. Por tanto, se podría decir que ambos desempeñan un papel muy delimitado: Juan Ramón sería el maestro, el que intenta educar, y Platero sería su discípulo, el niño que recibe las enseñanzas.
Ana Ferrández Cobo.
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